En los tiempos en los que todo era sólido, la mediocridad radical no refulgía abiertamente y, de puntillas, procuraba pasar desapercibida. De tal modo que los caudillos y magnates-guía aparecían cubiertos de una tersa pátina de autoridad y calidad, de previsible fiabilidad y consistencia. Incluso, el aditivo cultural y la elocuencia fluida mejoraban el producto, dando lugar a líderes y referentes suficientemente dignos y fiables.
Hoy, estas circunstancias han cambiado absolutamente y nuestra sociedad deambula, como pavo sin cabeza, inmersa en un contexto a todas luces indeseable y pletórico de ambiguas patologías.
Podemos encontrar un presidente de EE.UU. analfabeto profundo, carente de talla o borracho; un Papa miope, incapaz de resolver los problemas que aquejan a su Iglesia, por falta de convencimiento o a un dirigente político que no sabe distinguir entre corrupción y buen gobierno. Incluso un académico que no entiende lo que es la lectura comprensiva o la locuacidad estimulante.
Ante este panorama, ¿qué podemos esperar de nuestro tiempo? ¿qué referentes hemos de buscar para nuestro progresivo crecimiento? ¿dónde hemos de situar nuestro listón límite que nos determine el portal de la mediocridad?