NACIÓN, pueblo soberano, soberanía nacional, etcétera, son ficciones ideológicas que han funcionado con éxito (…), sin que su carácter etéreo y su imprecisión conceptual hayan sido obstáculo para las identificaciones de rigor, que el pueblo ha necesitado siempre para sentirse importante y figuradamente partícipe en los asuntos públicos.
Cuando hoy día se piensa en un Estado, se piensa normalmente en un Estado-nación, y cuando se piensa en la categoría de ciudadano, se piensa en los ciudadanos de un determinado Estado-nación. Pero como constructo ideológico que es, la nación es un concepto que conlleva también todas las debilidades intrínsecas de su fundamentación artificial. (…). Por lo que se refiere a esta, los nacionalistas han recurrido tanto a elementos racionales como emocionales. El elemento racional más relevante sustenta la idea de nación sobre el principio democrático (…) Otros (…), entendieron, sin embargo, que la nación era algo vivo, enraizado en la tierra, la cultura y las costumbres, y manifestaba su esencia y voluntad en el espíritu del pueblo. El contraste entre estos dos elementos fue patente en algunos momentos históricos, (…). Pero, como muchas disputas importantes, (nunca) se resolverían de forma definitiva ni con votos ni esgrimiendo razones culturales o históricas, sino por la guerra.
Si el principio democrático de la nación apela a la voluntad (tácita o manifestada), el principio emocional de la nación histórica tiene una mayor tendencia a apelar a la fuerza como última ratio. Ambas concepciones, no obstante, terminan por fusionarse con el tiempo en diferentes variantes, ya que los elementos voluntaristas e históricos hoy en día generalmente van siempre de consuno, primando el énfasis en uno o en otro en función de la mejor estrategia para conseguir el propósito de la independencia.
(…) Como constructo ideológico, la nación no es más que un invento; si se quiere invento exitoso, dada la facilidad que tienen todos los pueblos para sentir fascinación por ellos mismos. En el montaje de esta idea solo se acude a la historia en busca de legitimación, para lo cual se inventan y falsean orígenes y raíces por la necesidad narcisista que todos los grupos sociales tienen de un pedigrí totémico de tribu para sentirse importantes y diferentes a fin de superar sus complejos de inferioridad. La nación proporciona, de esta forma, la identidad narrativa que todo pueblo necesita o cree necesitar porque lo han convencido de ello, estimulándolo como consecuencia a que luche por la independencia para cumplir ese supuesto destino que la historia le tiene reservado. Los nacionalistas sustentan la necesidad de sentirse parte de algo importante con una historia inventada o recreada ad hoc, la cual es exaltada con rememoraciones rituales y con toda suerte de símbolos (…)
Pero como la legitimación histórica suele resultar insuficiente, se acude a un victimismo hiperbólico para justificar la lucha o la necesidad imperiosa de un referéndum salvador.
Pero por encima de las diferencias políticas, el nacionalismo, por la pasión que le impulsa, capaz de nublar cualquier idea o racionalidad en los propósitos, tiene la capacidad de eclipsar a todas las ideologías en los momentos más fragosos de sus luchas. Así, distintos partidos de ideologías extremas han unido sus fuerzas dentro de sus respectivos países, obviando sus diferencias y traicionando incluso sus principios, en torno a la misma alucinación nacionalista. En gran medida el nacionalismo separatista contamina el debate político en el interior de los Estados. Los liberales dejan de hablar de libertad, los socialistas aplazan su apuesta por la solidaridad y los conservadores radicalizan sus posturas centralistas».
Diego Quintana de Uña,
‘La República mediocre’, 2018
No es fácil ver cómo las formas más
extremas de nacionalismo pueden sobrevivir
a la larga, cuando ya los hombres han visto
la Tierra en su verdadera perspectiva,
como un pequeño globo contra la inmensidad
de las estrellas.
Arthur C. Clarke